25 años del atentado contra la AMIA

Por Sonia Herskovits

La Selección Argentina se había quedado afuera del Mundial del fútbol que se estaba jugando en Estados Unidos. Esa copa del mundo en la que Diego Maradona fue apartado de la competencia porque el control antidoping le había dado positivo.

El fracaso futbolístico parecía ser el tema que durante meses dominaría los encuentros entre amigos, las páginas de diarios y revistas y los programas de radio y televisión.

Pero de un día para otro, este contexto fue arrasado por la bomba que explotó en la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) el lunes 18 de julio de 1994, a las 9.53: el peor atentado terrorista en la historia argentina con un saldo de 85 muertos y más de 300 heridos.

En ese momento yo estaba en un desayuno de trabajo que había comenzado muy temprano. Nadie imaginaba lo que estaba ocurriendo. Recuerdo que era una reunión radicalmente diferente a las actuales, ya que no existían redes sociales ni aplicaciones para enterarse de noticias y seguirlas segundo a segundo.

Cuando terminó, salí a la calle y me encontré con bocinazos, sirenas y gritos, que atribuí a un lunes típico de Buenos Aires.

Entré a un bar para tomar un café antes de continuar mi día… y en ese momento me topé con el horror desde la televisión del bar.

Muchas veces había ido a la AMIA. Sabía de su función social y conocía sus actividades porque provengo de una familia muy activa dentro de la vida comunitaria judía. Enseguida temí por mi gente: ¿Estarían allá en el momento de la explosión, o habrían pasado por la puerta en ese instante? Estaban a salvo.

Como todos nosotros, suelo pensar en las víctimas, en cómo eran sus vidas antes del atentado y qué hubiera sido de ellos de haber sobrevivido.

Nunca me olvidaré del caso de Sebastián de 5 años, la víctima más joven, que hoy tendría 30. Caminaba de la mano de su madre Rosa por Pasteur al 600 cuando se produjo la explosión. Ella sobrevivió, pero el niño murió en el acto.

En esos años, yo vivía a diez cuadras de la AMIA y recuerdo que “casualmente”, desde ese mismo lunes estuvo cerrada la librería pegada al edificio donde estaba mi departamento. Me resultaba raro que el dueño no me hubiera adelantado que se tomaría vacaciones, porque solía conversar mucho con él. A la semana siguiente, el hombre regresó, abrió el negocio y me contó -con infinita desolación- que su hijo había muerto, porque vivía en el edificio de enfrente a la mutual. Solo pude escucharlo ya que nunca encontré palabras ante semejante desconsuelo.

Desconsuelo multiplicado por todos los familiares y amigos, que hoy siguen buscando justicia de la mano de las nuevas generaciones, de muchos jóvenes comprometidos en recordar permanentemente aquello que ocurrió cuando ellos aun no habían nacido.

Nada hubiera querido más que aquel lunes de 1994 y los días, semanas y meses siguientes, las conversaciones, artículos periodísticos y opiniones hubieran girado en torno a la eliminación de Argentina de la Copa del Mundo. Pero todo quedó tapado por los escombros.

Por Sonia Herskovits