La pandemia: el costo de atentar contra la biodiversidad

Por Adrián Giacchino, presidente de la Fundación Azara y vicepresidente de la Universidad Maimónides.

El “origen del mal”

Como es de público conocimiento hay fundadas sospechas de que la pandemia de COVID-19, causada por el coronavirus SARS-CoV-2 tuvo su origen en el mercado de mariscos de Wuhan, en China. Este mercado –hoy clausurado temporariamente– es bien conocido por comercializar animales silvestres vivos, tales como sapos, serpientes, tortugas, civetas de las palmas y murciélagos para fines alimenticios y medicinales. Pero el de Wuhan no es el único mercado de este tipo en China. Otro ejemplo es el de Guangzhou, tristemente célebre por estar asociado en su caso al origen del brote del síndrome respiratorio agudo grave (SRAG) provocado por otro coronavirus, el SARS-CoV, entre los años 2002 y 2003, con 8.422 afectados y 916 fallecidos. ¿Está Usted pensando lo mismo que yo? Sí, ya el mundo había tenido un aviso previo de que esto podía volver a pasar… y pasó.

Los mercados de Wuhan, Guangzhou y otros de la región, propician el tráfico ilegal de fauna silvestre y una crueldad con las especies que comercializan que, sumado al altísimo riesgo sanitario que representan, es inconcebible –a esta altura del siglo XXI– amparar sus prácticas en las tradiciones culturales. No es la primera vez que en esos mercados surge una nueva enfermedad infecciosa para los seres humanos y de seguir abiertos tampoco será la última, pueden surgir otras y aún más letales zoonosis. En estos mercados los animales se mantienen en jaulas estresados e inmunosuprimidos, pueden expresar cualquier patógeno y este pasar de una a otra especie o incluso a los seres humanos, como ha sucedido. Como si esto no fuera poco congregan especies silvestres que no tienen contacto en la naturaleza pero que en estas condiciones de hacinamiento pueden intercambiar patógenos. Afortunadamente un 93% de los habitantes del sudeste asiático y Hong Kong, según una encuesta del Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF), apoyaría la acción de sus gobiernos para erradicar de forma definitiva estos mercados ilegales y no regulados de fauna silvestre.

China es el mayor consumidor mundial de productos de animales silvestres, tanto legales como ilegales. Algunos se utilizan como alimento mientras que otros se consumen en la medicina tradicional. Hay restaurantes en varias regiones de China que sirven por ejemplo sopa de murciélago, sopa de testículos de tigre, carne de civeta de las palmas, cobra frita, estofado de pata de oso o vino elaborado con huesos de tigre. La noción de “Ye wei” se puede traducir como el “sabor o gusto salvaje” y es una terminología que transmite culturalmente una mezcla de curiosidad, audacia y privilegio. Históricamente los miembros de las cortes imperiales de China pedían grandes animales para sus banquetes. En cuanto a los usos para la medicina tradicional la demanda de escamas de pangolines amenaza seriamente a la especie. El uso insostenible del cuerno de rinoceronte es otro ejemplo de cómo este tipo de prácticas han llevado a varias especies al borde de su extinción.

El origen del mal no es China en sí misma desde luego, aunque, como otros países, si debería prohibir ese tipo de mercados y combatir el tráfico ilegal de fauna silvestre. El origen del mal es el tráfico ilegal de fauna silvestre, es la destrucción de los ambientes naturales y de los procesos ecológicos que en ellos ocurren. Sucede en China y también en otras partes de Asia, África y Sudamérica donde hay reservorios de naturaleza que el planeta necesita para mantener su equilibrio y permitir la vida, inclusive la nuestra. Pero también los países desarrollados tienen un rol clave en toda esta cuestión, porque muchas veces son clientes de ese tráfico ilegal de fauna silvestre o quienes financian las empresas extractivitas que atentan contra los ambientes naturales. El origen del mal son nuestras propias acciones contra la naturaleza.

No es culpa del murciélago…

De los murciélagos conocemos unas 1.100 especies, siendo el segundo grupo con mayor diversidad entre los mamíferos, luego de los roedores. Su pariente conocido más antiguo ya vivía en el Eoceno, hace 52,5 millones de años. Son un reservorio natural de agentes potencialmente patógenos que pueden producir por ejemplo la rabia, la enfermedad del virus de Nipha y posiblemente el ébola. Como generalmente viven en colonias los patógenos se trasmiten entre ellos y conviven con algunos virus sin enfermarse. Coevolucionaron con sus patógenos con estrecha interacción genética. Tienen un sistema inmune adaptado denominado vía inmune antiviral Interferón STING amortiguada, lo que les permite una carga viral sin provocar respuesta inmune.

Así colonias mixtas de murciélagos de cuevas de China son reservorios naturales de diversos coronavirus. Al generarse disturbios ambientales los murciélagos comparten nuevos ambientes con otras especies con las cuales antes no tenían contacto. En algún momento ocurre la recombinación genética de varios coronavirus los que se amplifican en un nuevo hospedador que funciona de intermediario, por ejemplo la civeta de las palmas. Se trata de un mamífero carnívoro de la familia Viverridae que se distribuye ampliamente por la India, el sur de China e Indochina, y que es capturado para ser comercializado en mercados como los de Wuhan o Guangzhou. La civeta de las palmas porta el nuevo coronavirus y durante su mantenimiento, sacrificio y manipulación se infectan las primeras personas. Es que los murciélagos y las civetas de las palmas deberían haber permanecido en la naturaleza, su comercio no debiera existir, sus hábitats naturales deberían estar saludables y nosotros los humanos debiéramos haber aplicado lo que a esta altura conocemos respecto de los procesos biológicos y los riesgos sanitarios que se corren. Quizás ahora –en medio de un problema mayúsculo y global– podamos comprender la complejidad del mundo en que vivimos y que la problemática ambiental no nos es algo ajeno ni algo cuyas consecuencias sucederán en un futuro lejano.

Pero no demonicemos a los murciélagos porque cumplen un rol fundamental. Aquellos que son insectívoros son importantes agentes de control biológico, reduciendo o limitando el crecimiento de poblaciones de insectos u otros artrópodos que de lo contrario se podrían convertir en plagas trasmisoras de enfermedades o destructoras de plantaciones vegetales. Los que son frugívoros y nectívoros a su vez son fundamentales en la dispersión de semillas y la polinización de plantas. Los que viven en cuevas generan importantes acumulaciones de guano alto en nutrientes que enriquece esos ecosistemas beneficiando a otras formas de vida.

Para no quedarnos con la idea de que solo los murciélagos son portadores de virus es necesario aclarar que nosotros también lo somos. En 2012, el Proyecto Microbioma Humano (iniciado en 2008 por los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos) develó que nuestro cuerpo tiene diez veces más células microbianas que células humanas, las que constituyen un 1,3% de nuestra masa corporal, entre 0,9 y 2,7 kilos. Nosotros tenemos unas 10.000 especies de microbios en el cuerpo, bacterias en su mayoría, pero también protozoos, levaduras y virus. La mayoría de esos microbios se hallan en la piel, la zona genital, la boca y sobre todo, los intestinos. Durante mucho tiempo se pensó que el cuerpo humano mantenía una salud normal de forma independiente y que los microbios eran los responsables de los trastornos infecciosos. Ahora se sabe que algunos microbios realizan funciones indispensables en la digestión y la absorción de varios nutrientes, que además son los responsables de la síntesis de algunas vitaminas y sustancias antiinflamatorias naturales, así como del metabolismo de fármacos y otras sustancias químicas extrañas.

La pandemia de COVID-19 no es culpa de los murciélagos que cumplen un rol ecológico fundamental que, tal como hemos visto, nos beneficia con el control de plagas de insectos o con la polinización de plantas. Los responsables de la pandemia somos nosotros mismos. La generamos con la destrucción de los ambientes naturales, con el tráfico ilegal de fauna silvestre, con permitir la existencia de esos mercados que describimos, verdaderos caldos de cultivo para que el virus pueda traspasar entre distintas especies e infectarnos. Para completar, nuestra globalización que permite la diseminación del enemigo en todos los rincones del planeta. En síntesis, la pandemia es uno de los tantos resultados de la degradación que estamos provocando sobre la naturaleza.

Conservar para prevenir

Nunca antes tantas personas al mismo tiempo vivenciamos en carne propia como la problemática ambiental puede incidir en nuestras vidas. Ahora lo más importante es que nos demos cuenta y asociemos lo que hoy nos pasa con la necesidad de conservar los ambientes naturales y su biodiversidad, algo a lo que hasta hoy habíamos reaccionado con indiferencia y menosprecio. Esperemos que, tanto a título colectivo como individual, hayamos entendido la lección que nos dejará esta pandemia de COVID-19 con un alto costo en vidas humanas. Ojalá seamos capaces de encontrar los motivos para preocuparnos y ocuparnos de los graves problemas ambientales que venimos causando. No es por una cuestión ética, o mejor dicho, no sólo por una cuestión ética. El motivo es aún mucho más elemental, una cuestión de supervivencia. Es por nuestra propia salud que es necesario frenar la destrucción de los ambientes naturales y de la biodiversidad.

Además del COVID-19 varias enfermedades emergentes están íntimamente relacionadas con los desequilibrios que hemos causado a los ambientes naturales y su biodiversidad. Por ejemplo el origen de la influenza aviar (H5N1) se asocia al tráfico ilegal del águila azor montañesa de Tailandia a Bélgica y el del ébola a la manipulación de murciélagos y primates no humanos. Otras enfermedades también íntimamente relacionadas a la degradación ambiental son la fiebre de Lassa, la fiebre hemorrágica de Crimea-Congo, el virus del Zika, el virus de Nipah, la enfermedad de Marburgo, la fiebre del valle del río Rift, el síndrome respiratorio de Oriente Medio (MERS-CoV) y el síndrome respiratorio agudo grave (SRAG). Se estima que la pérdida de ambientes naturales está ligada a más del 30% de los brotes de enfermedades registrados en los últimos 30 años.

Debemos tomar conciencia del efecto protector de la biodiversidad por dilución de la carga viral, algo que los científicos identificaron hace 15 años, para lo cual necesitamos de ecosistemas saludables. Tenemos que conservar los ambientes naturales, a las especies y a los procesos ecológicos. Aún cuando nos resignáramos a que somos una especie racional pero sumamente egoísta, lo debiéramos hacer por nuestra propia conveniencia. Hasta aquí creímos que una buena economía y el avance de la tecnología nos protegían de todo, nos aislamos de la realidad, y nos hicimos muy vulnerables. No hay ninguna posibilidad de vivir de espaldas a la naturaleza. Nos concebimos separados de ella pero los daños que le generamos nos los hacemos a nosotros mismos, a nuestra salud, a nuestra economía, a nuestra sociedad. Entendamos algo, nosotros y el resto de la naturaleza somos una unidad, y no es un concepto religioso ni espiritual ni metafórico. Es una realidad contundente, obvia, de sentido común, que debemos incorporar para no olvidar nunca más.