Si bien una ciudad es un ecosistema antrópico o artificial que se erigió donde antes había naturaleza. Una naturaleza que se barrió, arrasó o sepultó, hasta entubando arroyos y rellenando lagunas. Sin embargo, cada ciudad y pueblo tiene una diversidad de hongos, plantas y animales silvestres. En la enorme mayoría de los casos, desde la ecología se las identifica como “especies R”. Son las pioneras, las más rústicas, “elásticas” o de menores exigencias para sobrevivir y con alta tasa reproductiva. Son las sobrevivientes del paisaje original y las que lo han vuelto a colonizar una vez que la urbanización se estabilizó. Esto, favorecido, sin lugar a dudas, por las reservas naturales vecinas o bien los relictos de los ecosistemas silvestres.
En ese repertorio de especies las hay autóctonas de la región donde están emplazadas esas ciudades y también, exóticas. “Exóticas” no quiere decir que sean raras o curiosas, sino introducidas desde un origen geográfico ajeno al lugar donde viven actualmente. Por regla general estas especies exóticas e introducidas son invasoras. Es decir, una vez adaptadas al nuevo medio se reproducen sin control biológico, invadiendo el ambiente nuevo y compitiendo, desplazando o extinguiendo a las especies autóctonas del mismo hábitat. Son una minoría pequeña en relación con el inventario o lista total de especies, pero se hacen notar porque literalmente invaden.
Lo cierto es que al “elenco estable” o usual de especies que habitan en una ciudad se les suman otras. Por ejemplo, la fauna que se libera tras su rehabilitación o las plantas silvestres que se reintroducen intencionalmente en las áreas protegidas. Las que arriban de modo natural, como consecuencia de tormentas o inundaciones. Y las que llegan accidentalmente, por fugas (desde el mascotismo o cargamentos del tráfico de vida silvestre) o por realizar desplazamientos erráticos o “extra-limitales” (fuera de su área de distribución geográfica habitual). Esto último es común cuando se trata de animales perseguidos (como los pumas, zorros o gatos monteses) o cuando se encuentran enfermos o desorientados (como ocurre muchas veces en las costas de Buenos Aires con tortugas marinas y lobos marinos).
Ahora, bien, esa variedad de animales silvestres no es indiferente a lo que ocurre en su ambiente urbano. Si el nivel de disturbio disminuye (ruido, contaminación, ocupación humana, tránsito vehicular, etc.) esa fauna tendrá condiciones más favorables para “salir”, coincidiendo con el “encierro” que exige la prudente cuarentena de una pandemia. Por ese motivo, parecieran más abundantes, seguros o confiados los mismos animales silvestres que veíamos antes. Incluso, “aparecen” donde antes no habían sido observados. Por eso se ven más mariposas, polillas, abejorros, aves y hasta mamíferos.
En los días en los que el Coronavirus obligó al mundo a “encerrarse” circularon imágenes de ciudades de España, Italia y Japón, con ciervos o jabalíes deambulando en la vía pública como más peces y hasta delfines en los canales de Venecia. Una clara señal que cuando disminuimos el nivel de disturbio aumentan las posibilidades de convivencia con la naturaleza.
Los ecosistemas tienen resiliencia, esa capacidad de recuperación para retornar a su estado de salud original. Por eso, cuando un terreno es abandonado la naturaleza lo vuelve a ocupar lentamente, describiendo etapas que tenderán a ir conformar una nueva unidad ambiental, ecológicamente funcional. Y aunque no se restaurará “a nuevo” el paisaje original se consolidará ese neoecosistema, constituido por un cóctel de especies autóctonas con otras exóticas. Esa resiliencia, entonces, tiene límites; no hace milagros. Pensemos que en el mundo hay más de 30.000 especies amenazadas que cada vez tienen menos resiliencia, porque sus poblaciones están disminuidas numéricamente, disgregadas unas de otras en territorios discontinuos, reducidos, modificados y con amenazas. Por ese mismo motivo ya se extinguieron mil especies por causas humanas -directas o indirectas- desde el año 1600 a la fecha. Esas especies no volverán. Por eso hay que cuidar muy bien lo que queda.
Sin dudas, este principio del 2020 -como toda crisis- presenta oportunidades. Una de ellas es darnos cuenta que las agresiones a la naturaleza (en el caso que nos vincula con el Coronavirus: la reducción de hábitat para la fauna silvestre y el consumo de su carne sin regulaciones de ningún tipo) trae consecuencias. Y esas consecuencias (que las sabemos mortales) no discriminan países ni condición social. Estamos en jaque y no podemos mudarnos a otro planeta. Toda especulación de huida causaría gracia cuando se cierran puertos y aeropuertos y en gran parte del mundo -en cuarentena- no se permite salir de la casa.
El diagnóstico es conocido y el tratamiento exige disciplina. Tanto, para cuidar a los pacientes como a nuestro ambiente hogareño y al gran ambiente que conforma nuestro planeta. Este tratamiento también demanda reacciones rápidas, concretas, eficaces y de cumplimiento estricto. Como las que se tomaron ante la pandemia. No podemos seguir destrozando lo que queda de la naturaleza. Hemos visto que si reducimos nuestra presión las formas de vida silvestres se expresan, se muestran, retornan con su belleza y hasta funcionalidad. Nos dio un mensaje global.
Ningún especialista sensato se opone al desarrollo, pero necesitamos uno nuevo y auténtico, basado en una premisa sencilla: respetar la naturaleza y su biodiversidad. Solo así, se podrán conservar los recursos que necesitamos (suelos fértiles, agua potable, aire limpio, especies medicinales y comestibles, etc.). Y asegurar la provisión de los servicios que nos brindan los ecosistemas silvestres (estabilidad climática, producción de oxígeno, regulación hídrica, retención de suelos, protección de especies, etc.). Servicios que por ser cotidianos, silenciosos, invisibles y gratuitos no solemos valorar. Creer que la naturaleza es improductiva no solo es erróneo. Es falaz. Sin embargo, ese error es el que ha sostenido conceptualmente a los modelos destructivos que hoy padecemos. Desde luego, con decisión política se puede dar un golpe de timón para no seguir navegando hacia el mismo lugar.
Si nos hemos dado cuenta que la naturaleza puede vivir sin nosotros, pero que nosotros no podemos vivir sin ella debemos cuidarla, aunque sea en defensa propia.